La máquina de hacer morcillas
Encuestas, sondeos, elecciones y por qué parece que nada sirve para medir lo que piensa la gente.
Es mejor saber qué va a pasar que no saber. Desde hace unos 12 mil años, cuando dejamos de correr nuestra comida y empezamos a plantarla, buscamos conocer el futuro por todos los medios posibles. Algunos más precisos que otros. Y cuando inventamos el currito este de la democracia, hace unos 250 años (y 2500), quisimos también anticipar qué iba a pasar con eso.
En Argentina saber quién va a ser presidente es muy importante por tres temitas: uno, somos un país verticalista, sobre todo en los aspectos que atañen al Gobierno, y el que se queda con la manija decide muchas cosas. Dos, casi toda la guita que se mueve de Ushuaia a La Quiaca roza al Estado en algún punto: siempre hay algo que depende de una resolución, una exención impositiva, un lote trabado en Aduana, and so on and so on. Tres, cuando la economía no anda bien (y hace rato que no anda bien), los argentinos, que somos un poco exagerados, solemos querer pegar un volantazo. Resetear y que se vaya a la mierda lo que tenga que ir a la mierda. Si hubiera una pancarta en la puerta del Ministerio de Economía, debería contener la máxima de Don José de San Martín: “Algún culo va a sangrar”. Perdón por ser gráfico.
El punto es que es bueno saber quién va a ser presidente antes de tiempo para ver si la política económica va ir para un lado o para el otro. En cualquier otro país la diferencia entre un candidato y otro puede ser dos puntos más o menos de tasa de interés. Acá si gana uno capaz no pasa nada y si gana otro podemos estar en tres meses haciendo cola en las ollas populares de guiso de paloma.
Entonces, las encuestas. Siempre existió el impulso por preguntar “che, qué onda”, pero la cosa empezó a profesionalizarse hace unos 90 años. Franklin Delano Roosevelt iba por la reelección en Estados Unidos contra Alf Landon en 1936. La revista Literary Digest encuestó a sus lectores y con más de dos millones de respuestas predijo que ganaba Landon. Entonces apareció George Gallup, que agarró una muestra mucho menor de 5.000 personas (pero mejor armada) y anticipó correctamente el triunfo de Roosevelt. Ahí nacieron los estudios de opinión pública modernos.
Hubo muchos avances desde entonces, pero en ese estudio de Gallup aparecen algunas de las condiciones que debería cumplir una buena encuesta. Como en el cuento de Borges, no se puede hacer un mapa del mismo tamaño que el imperio, ni se puede hacer una encuesta con millones de consultados. Un buen sondeo puede funcionar con entre 1.100 y 2.000 personas. La muestra debería ser algo aleatoria y diversa (no consultar siempre a los mismos) y al mismo tiempo representativa de la población (no se le puede preguntar sólo a hombres, o sólo a tucumanos). Hay más, pero soy terciario incompleto, no manejo matemáticas y prefiero no aburrirlos.
Después viene el método. Las encuestas pueden ser presenciales, telefónicas u online. Las primeras, se supone, suelen ser más precisas si el muestreo está bien hecho, pero necesitan más tiempo, personas para entrevistas, y son más caras. Las telefónicas pueden ser con un entrevistador humano (CATI) o con un sistema automático (IVR). El problema es que poca gente está dispuesta a responder una encuesta telefónica (y hay un sesgo posible: a veces solo contestan los más politizados) y hasta hace un tiempo algunos sólo llamaban a teléfonos de línea (lo que distorsiona la muestra a una edad mayor). Los métodos online mejoraron mucho en los últimos años gracias a los datos que venden nuestras redes sociales, pero suelen funcionar mejor si se las combina con otros métodos. En resumen, nada es infalible.
La encuestología tiene en común con el periodismo en que es un tarea que se hace alrededor del poder, entonces hay de todo: más o menos profesionalismo, mayor o menor precisión, más choreo menos choreo, +-2%. Hay empresas de opinión pública serias que difunden sus trabajos y su metodología. Hay consultoras que hacen el laburo tercerizado de un partido o candidato, que sacan lo que creen que el candidato quiere escuchar, o que hacen circular un determinado sondeo para operar para un lado u otro. O sea, digamos, como el 99% de la guita de las campañas se mueve en negro, en ese ámbito hay para partir y repartir. También están las serias, a pedido de candidatos, pero que no se publican. Consumo interno. Y ni siquiera tocamos el tema de los estudios cualitativos y los focus group, que es otra historia.
También hay estudios que encargan bancos y empresas privadas, locales y extranjeros, que pueden acercarse más o menos. En la City todavía se acuerdan de una famosa encuesta que daba empate técnico entre Macri y Alberto el viernes anterior a las PASO 2019, que muchos usaron como excusa para salir a comprar acciones locales, incluso apalancados. Tres días después, Alberto le sacó 16% de ventaja a Macri, las acciones locales se fueron a la banquina, la consultora que hizo la encuesta se disolvió y al exfuncionario macrista que la hizo, cuenta la leyenda, fueron a buscarlo para reclamarle amablemente por la guita perdida.
La crisis de las encuestas en el siglo XXI
La sensación es que las encuestas cada vez aciertan menos, operan, o no son confiables. En parte es cierto, pero también hay un problema de sobreoferta: queremos una encuesta que nos diga el resultado, no 20 que estén cerca del margen de error y tener que elegir la correcta. Los periodistas, es cierto, no ayudamos.
Este año hubo un encuestador (Federico Aurelio, de Aresco) que dio a Javier Milei cerca de los 30 puntos que sacó en las PASO, pero porque siguió midiendo hasta el sábado 12 de agosto: La Libertad Avanza creció mucho en los tres días anteriores a las urnas, pero los medios, por ley, tienen que dejar de publicar encuestas una semana antes. Sebastián Galmarini (de Inteligencia Analítica) le anticipó a Massa los seis puntos de diferencia en la general, pero en la mañana de ese mismo domingo.
Varios electores (muchos más que antes) están definiendo su voto en la semana previa a los comicios, en las últimas horas, incluso en el cuarto oscuro. Las consultoras no llegan a registrar ni procesar esas tendencias, y si lo hacen no lo pueden difundir en la previa.
A eso se suma el problema de la falta de respuesta: cada vez son menos los que reciben a un encuestador presencial, mucho menos atender un sondeo telefónico. Las consultoras admiten que hace unos años la tasa de respuesta en persona era 1 de cada 5 intentos, 1 de 10 por teléfono (tal vez fuera menos). Hoy reconocen cifras de 1 de cada 15 en persona y 1 de 30 en llamados, y seguramente la cifra real sea peor. Con esos números no hay margen de error que aguante.
Por último, parte del muestreo hoy está distorsionado porque todavía no se publicó el Censo 2022, por lo que algunos trabajan con el de 2010, tratando de corregir como se pueda. Hay unos seis millones de argentinos de diferencia, pequeño detalle.
Dicen que Duhalde en los 90 mandaba a encuestar en las estaciones de tren, un método rústico pero que le anticipó varios resultados. Para hacer eso hoy, desde ya, haría falta que algún funcionario sepa lo que es un tren. Crónica TV lo sigue haciendo, pero hace poco se le colaron un montón de personas que votaban a Larreta con una Fanta en la mano, y bueno, ya sabemos.
“Las encuestas son como las morcillas: son muy ricas pero cómo se hacen, es espantoso”, dijo Aníbal Fernández en 2009, cuando le citaban estudios que decían que el Gobierno perdía en las legislativas. Al final los resultados fueron peores, pero la frase quedó. Si no podés ganar, es mejor empatar.
Posdata
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Faltan horas para el debate y 8 días para las elecciones. Si todo sale bien, después de eso vamos a hablar de bridge, como Mauricio.
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