Menem hubo uno solo
Para los niños pobres, que tienen hambre; para los niños ricos, que tienen tristeza.
Y pensar, me decía, que lo único que realmente me interesa en el mundo, aparte de la política, es culear y andar a caballo.
Menem era un cowboy.
Si no conocen, abran Google Maps y busquen “Anillaco”. Pongan Street View y vayan a la Ruta 75. Esa estepa seca que se ve al costado de la ruta, ensanguchada por la Sierra de Velasco, esos arbustos que nunca crecen demasiado, todo eso estaba así hace 15 mil años, cuando llegó el homo sapiens sapiens a Sudamérica, y era igual en el Siglo XV cuando entraron los incas a La Rioja. La foto era la misma el 2 de julio de 1930, cuando nació Carlos Saúl Menem, y no fue muy distinta el 14 de febrero de 2021, cuando murió. Pero antes no había nada y ahora hay una ruta. Antes no había nada y ahora hay un nombre que está por todos lados.
En ese desierto, Menem no era como Facundo Quiroga; era el mismo Tigre de los Llanos. Era un gaucho infinito que conquistaba el mundo. De Anillaco a Buenos Aires y de ahí remontándose a la estratósfera.
Falta una buena biografía de Menem: el libro sería demasiado largo, la serie va a quedarse corta. Nació de padres sirios, inmigrantes como corresponde, musulmanes sunitas. El apellido del padre era Menehem, pero cuando llegó se lo escribieron por fonética. Más argentino que la angustia.
Menem bien podría ser nuestro Forrest Gump. Aparece en las fotos viejas de repente, como Scaloni, y está en todos lados. Estudió derecho en Córdoba en el primer peronismo. Dicen que en el 51 viajó a Buenos Aires porque jugaba en el equipo universitario de Basket y ahí conoció a Perón y a Evita. Fundó la Jotapé en La Rioja, cayó preso por conspirar durante la Libertadora, fue abogado de la CGT. Ganó la gobernación riojana en 1962 y no pudo asumir por el golpe contra Frondizi. Viajó a Madrid y se reunió con Perón. Conoció Siria y a Zulema Yoma: tuvieron a Carlos Jr. y Zulemita.
Se subió al avión que trajo a Perón en el 72. Al año siguiente ganó, y ahora sí pudo asumir, como gobernador de La Rioja. Tenía 42 años, coqueteaba con la izquierda peronista, ya usaba las patillas, criticaba a los próceres porteños. Después dejó el discurso filomonto y se puso ortodoxo, pero igual la dictadura lo arrestó el 24 de marzo de 1976. Estuvo preso unos meses en el buque 33 orientales con Cafiero, Lorenzo Miguel y Raúl Lastiri, y después pasó dos años en el penal de Magdalena. Pasó por Mar del Plata y Tandil con “domicilio forzado”, quedó libre por un decreto de Videla, volvió a hacer política y volvieron a detenerlo porque todavía estaba prohibido. En septiembre de 1980 llegó a Las Lomitas, Formosa: tenía que quedarse en un escuadrón de Gendarmería, pero terminó viviendo con una familia local. Conoció a Martha Meza y con ella tuvo a Carlos Nair, el hijo al que reconocería recién 25 años después.
Menem en campaña era un torbellino de carisma en un frasco de metro sesenta y cinco. No quedaba pueblo sin visitar, vecino sin saludar, bebé sin besar. Cuenta la leyenda que se acordaba del nombre y las historias de la gente a la que había conocido en campaña una década antes. Ganó por tercera vez la gobernación de La Rioja en 1983 y empezó a construir su candidatura nacional. Un poco en su provincia y en la disputa del peronismo, y sobre todo mucho en las revistas porteñas. Reformó la constitución provincial, ganó la reelección y le ganó la interna a Cafiero en el ‘88. O sea, digamos, la conclusión inevitable de la renovación peronista (y, hasta ahora, del primer y único proceso de democracia real en el partido) era el menemismo.
El menemismo de la gente común
Cuenta Eduardo Duhalde que estaba con Menem en su departamento de Callao al 200, cerca del Congreso, meses antes de esa interna del ‘88. El riojano hacía zapping tirado en un sillón, sin parar en ningún canal y sin prestarle atención al intendente de Lomas, que intentaba hablarle de producción, trabajo, energía, esas cosas. Hasta que Duhalde dijo las palabras mágicas: “Tenemos que hacer una revolución productiva”. Menem apagó la tele y repitió: “Revolución productiva, esa es buena”. Después probablemente no escuchó más a su futuro compañero de fórmula. Menem tenía carisma pero además entendía la fuerza de vender una idea simple, un concepto que cualquiera pudiera entender como quisiera.
Para los desprevenidos: Menem no hizo la revolución productiva que prometió en la campaña del ‘89. El país había cambiado mucho desde la primera vez que fue gobernador de La Rioja una década y media antes. La hiperinflación de Alfonsín le estaba poniendo los últimos clavos al ataúd de la larga agonía del país peronista, que había empezado en la década anterior, entre el Rodrigazo y la dictadura. El propio Menem había dado algunos martillazos cuando prometió un dólar “recontra alto” en campaña y alimentó la corrida, que derivó en saqueos y elecciones anticipadas.
Menem llegó a la presidencia con sus promesas justicialistas de revolución productiva y salariazo. Pero el país había cambiado, el mundo estaba mutando (ese mismo año se caía el Muro de Berlín) y el propio Menem ya era otro. En términos dialécticos, lo que permitía la existencia de una tercera posición peronista era la segunda posición comunista que estaba cayéndose: sólo se podía abrazar el Consenso de Washington o caminar hacia el ostracismo. Menem se cortó el pelo pero se dejó las patillas, se subió al Plan Brady y demolió a mazazos (no alcanzaba para motosierras) el Estado de Bienestar construido en el medio siglo pasado. No había otra, pero tampoco alcanzaba. Los primeros planes económicos e intentos de estabilizar fracasaron. Hasta que Domingo Cavallo se robó la idea de la Convertibilidad y cortó el nudo gordiano de la inflación argentina. Fue como encontrar la piedra filosofal y la fórmula de la Coca-Cola juntas, pero con una maldición. La Convertibilidad congelaba los precios y al principio traía crecimiento (siempre y cuando hubiera ingreso de dólares frescos por inversiones o privatizaciones), pero encorsetaba el tipo de cambio en un equilibrio insostenible y del que al mismo tiempo era demasiado caro, casi imposible, salir. Además dejaba a unos 13 millones de argentinos afuera del mercado, del consumo y de la productividad. La fiesta no alcanzaba para todos.
Cavallo prometía un siglo de Convertibilidad, pero duró 10 años, 5 más de los necesarios, 8 más que los pronósticos iniciales. Pero permitió un proyecto de poder inédito, basado en la calma de los cementerios. Menem entendió que el capitalismo en Argentina no funciona sin una regla clara y un líder, y él tenía las dos. En el largo plazo estamos todos cogidos y muertos, pero Pizza Cero era una fiesta. No voy a juzgar ni moralizar, eso ya se hizo en los mismos ‘90 y un poco después también. El que estuvo ahí y disfrutó sin dañar a nadie, que le aproveche. Todo pasa.
Con la economía blindada y la política dominada (ventajas de conquistar al Partido Justicialista), Menem pudo dedicarse a su legado estético. Acaso haya sido el más duradero, además del neoliberalismo y la impunidad. El Carlo’ jugaba al Basket con la selección, un metro por abajo del resto de los jugadores, y entraba a los partidos solidarios con Maradona y el resto del equipo de Bilardo a sus casi 60 años. Viajaba en dos horas a Mar del Plata en la ferrari suya, suya, suya; seducía a Xuxa y a Madonna, opacaba con su outfit a los Rolling Stones, tocaba en Olivos con Charly García, bailaba con odaliscas. Era un tour de carisma y descaro, pero también sabía vender una idea y una fantasía. Reemplazaba a Neustadt en su programa, contaba chistes en Videomatch (y eran buenos), atendía y dejaba pedaleando en el aire a Pergolini en CQC. Fue él quien lo hizo.
Pero el final de los ‘90 llegó muy pronto y la gente, que a veces es ingrata (y ahora tenía muchas razones para serlo) empezó a querer otra cosa. Se clausuró la posibilidad de la re-reelección, se perdieron las legislativas del ‘97 y la Convertibilidad pasó a ser un zombie una vez que Brasil devaluó, así que mejor que le explotara a otro. Menem se fue a su casa después de haber dado vuelta un país que, cuando empezó su presidencia, atrasaba 20 años, y lo dejó al borde del Siglo XXI. Después sufrió su propio lawfare, estalló la crisis y el desprestigio lo opacó. Compitió en la caótica elección de 2003 a caballo de la nostalgia y de un intento fallido de vender su estrellato (el casamiento con Bolocco). Pero la sociedad ya había cambiado de nuevo y quería olvidarlo. Tanto se lo olvidó que nadie parecía darse cuenta de que seguía siendo senador, 16 años seguidos hasta su muerte, acumulando condenas y pedidos de desafuero, sentado, en silencio.
Menem en el espejo
Menem esquivó los homenajes en vida. No se le pudo hacer un busto cuando estaba vivo porque había roto el molde. Ningún presidente quiso compararse al lado suyo (ni siquiera Néstor, su mejor alumno, en su mejor momento). El kirchnerismo prefirió verse en el espejo de Alfonsín, y así le fue. Si hubiera abierto la boca, Menem podría haber citado a Nixon y decir que los argentinos mirábamos a Alfonsín como lo que queríamos ser, pero en él estaba la verdad de lo que éramos. Pero no dijo nada. Él había inventado a todos los que vinieron después, de Palito a Rodríguez Saá, de Scioli a Massa, de Reutemann a De la Sota, de Macri a Milei.
La reivindicación le llega un cuarto de siglo después de dejar el poder, veinte años después de que la sociedad le diera la espalda, con un heredero al que bendijo en los años crepusculares, detrás de escena. Milei mira el busto de Menem que inauguró como reivindicación tardía y sonríe. Quiere ser él, y lo intenta, pero el carisma no está ahí, no de la misma forma al menos, el PJ tampoco, y la Convertibilidad no aparece sólo por el arte de invocarla. Menem hubo uno solo, y cabalgó ese desierto durante años para llegar a saber lo que supo. Parte del peronismo mira ese busto con envidia, pensando que tendría que ser suyo. Los menemistas que quedan con vida lo ven extrañados, como quien escucha a otro repetir un chiste sin entenderlo. El yeso no va a cobrar vida, porque esculpir algo también es petrificarlo, dejarlo inmóvil, estéril.
Menem hubo uno solo y se fue en fade. No volvió a dar discursos después de perder la tercera, la histórica. Apenas declaró en alguna de las causas que lo involucraba. No dejó un libro, un testamento, una carta robada. No contó lo que vio en la dictadura, no levantó el velo de lo que pasó en la AMIA, o en la Embajada, o en Río Tercero. Ni siquiera se le escapó una verdad sobre la muerte de su hijo. Alguna vez insinuó que lo mataron, pero no más, porque era “un secreto de Estado”. No contó lo que sintió cuando se prendió un pucho después de firmar los indultos, ni si titubeó antes de ordenar que disparen sobre los carapintadas de Palermo. Se llevó todos los secretos a la tumba, guardados en los ojos vidriosos, como De Niro en el final de The Irishman: ya no quedaba nadie vivo, pero igual se los guardó. Menem tampoco dio clases ni enseñó conducción política, no dio más entrevistas, nunca explicó cómo es el poder. Nunca dijo cómo se hace, porque es obvio: el precio del poder es todo. El precio de todo es todo.
Posdata:
Volvimos después de unas semanas complicadas por temas personales y el covidengue que anda dando vueltas. Sepan disculpar. Hay que pasar el otoño.
Si todo sale bien, nos vemos la semana que viene. Cuidensé, que hay mucho garca dando vueltas.